Esta es una pequeña obra escrita a partir de virutas del recuerdo de una infancia y una adolescencia alejadas en el tiempo y el espacio. El resultado es una narración que hay que situar entre un primer capítulo de unas memorias no escritas, de carácter costumbrista, y la visión antropológica de una sociedad rural de la posguerra castellana, arraigada en el pasado e inmersa en la precariedad del momento.
Tiene un cierto tono iniciático, de descubrimiento de un mundo pequeño y cerrado, en el que todos los personajes juegan el mismo rol que sus antepasados, en un escenario colorista y gris al mismo tiempo, donde sólo varían las caras de una escasez que explica emigración.
El autor desgrana en veintiún un recuerdos la inocencia de una etapa que evoca sin reivindicación y nos ofrece el testimonio de los años cincuenta vividos. La ilustradora, Marisa Azón Masoliver, buena conocedora de la investigación etnológica, acompaña el texto con dibujos y acuarelas, con una gran eficacia plástica.